A caballo. Unas veces llanto, unas veces risa.
A caballo
Unas veces llanto, unas veces risa.
Mary fue la primera y única niña nacida entre cinco hermanas de una familia que vivía en un pueblo rural de Venezuela. Aparte de esa peculiaridad, la mamá de Mary era la menor y la consentida de sus cuatro hermanas restantes, sus tres hermanos, su papá y su abuela, porque a la madre, se la habían llevado a caballo para Valencia a tratarle una afección pulmonar de la que nunca se curó y no regresó, quedándose en un cementerio ajeno, y dejando a ocho niños, a su madre, tías, demás familiares y a su esposo, a la deriva en una tierra plana, calurosa y llena de casitas rurales; Santa Rosa de Barinas.
Pero rápido, el padre y la bisabuela de Mary tomaron el timón de la casita blanca de Bahareque, igualita a las demás del pueblo, pero con la diferencia de que en ella habitaban ocho náufragos de madre, objetos de ahora en delante de cuido, educación y amor por los susodichos.
Y después que quedó claro, inclusive para la más chiquita, que el caballo que se llevó a su mamá no regresaría jamás, porque la joven mujer había remontado a los cielos, comenzaron a transcurrir los años, hasta que llegó el día que el segundo de los varones partió a caballo, pero a estudiar medicina en la capital.
El día de la despedida fue muy triste y los siete hermanos parados en fila india en el camino que se extendía, ni siquiera levantaron la mano para decir adiós, los recuerdos eran muy temerosos y no dejaron de verlo hasta que se perdió de vista la misma sombra del animal y se regresaron a su humilde vivienda, cada uno pensando de acuerdo a la memoria de cada uno.
“Nosotros tuvimos doce años sin ver a Emilio, y cuando lo vimos por primera vez, que regresó de Caracas, siendo ya médico obstetra, no lo reconocíamos, nos daba pena hablarle, le quitábamos la mirada y él, atónito, nos quería abrazar y besar, pero nosotros nos apartábamos y salíamos corriendo a escondernos, hasta que se comenzó a reír de una manera como jamás habíamos oído a una persona, una carcajada como un canto corto de pájaro, que se repetía muchas veces hasta convertirse en un eco que traspasaba nuestro pueblo con sus ríos y montañas, era la risa diáfana del hermano que había regresado para no partir jamás.
La risa se le quedó pegada para siempre y se le reconocía primero a ella que a él mismo. Ayudó a nacer a miles de barineses y con orgullo la esposa decía que de tal fecha a tal fecha no había niño que no hubiera venido al mundo sin las manos de Emilio Carmona Gómez.
Un tributo a mi tío adorado, Emilio y a mi abuela que conocí poco.
Unas veces llanto, unas veces risa.
Mary fue la primera y única niña nacida entre cinco hermanas de una familia que vivía en un pueblo rural de Venezuela. Aparte de esa peculiaridad, la mamá de Mary era la menor y la consentida de sus cuatro hermanas restantes, sus tres hermanos, su papá y su abuela, porque a la madre, se la habían llevado a caballo para Valencia a tratarle una afección pulmonar de la que nunca se curó y no regresó, quedándose en un cementerio ajeno, y dejando a ocho niños, a su madre, tías, demás familiares y a su esposo, a la deriva en una tierra plana, calurosa y llena de casitas rurales; Santa Rosa de Barinas.
Pero rápido, el padre y la bisabuela de Mary tomaron el timón de la casita blanca de Bahareque, igualita a las demás del pueblo, pero con la diferencia de que en ella habitaban ocho náufragos de madre, objetos de ahora en delante de cuido, educación y amor por los susodichos.
Y después que quedó claro, inclusive para la más chiquita, que el caballo que se llevó a su mamá no regresaría jamás, porque la joven mujer había remontado a los cielos, comenzaron a transcurrir los años, hasta que llegó el día que el segundo de los varones partió a caballo, pero a estudiar medicina en la capital.
El día de la despedida fue muy triste y los siete hermanos parados en fila india en el camino que se extendía, ni siquiera levantaron la mano para decir adiós, los recuerdos eran muy temerosos y no dejaron de verlo hasta que se perdió de vista la misma sombra del animal y se regresaron a su humilde vivienda, cada uno pensando de acuerdo a la memoria de cada uno.
“Nosotros tuvimos doce años sin ver a Emilio, y cuando lo vimos por primera vez, que regresó de Caracas, siendo ya médico obstetra, no lo reconocíamos, nos daba pena hablarle, le quitábamos la mirada y él, atónito, nos quería abrazar y besar, pero nosotros nos apartábamos y salíamos corriendo a escondernos, hasta que se comenzó a reír de una manera como jamás habíamos oído a una persona, una carcajada como un canto corto de pájaro, que se repetía muchas veces hasta convertirse en un eco que traspasaba nuestro pueblo con sus ríos y montañas, era la risa diáfana del hermano que había regresado para no partir jamás.
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