Escogimos el mejor de la zona del norte de Virginia y llamamos por si acaso había que hacer reservaciones, pero nos quedamos con las ganas porque estaban copados.
Entonces, sin decir ni una palabra, mi esposo manejó hacia la autopista # 66 rumbo a la capital de los Estados Unidos, donde seguro que encontraríamos un restaurante especializado con el menú de la tradicional fiesta en el país, más importante aún que la propia Navidad o el Año Nuevo, inconcebible para un venezolano, pero así es.
Cuando vimos el tráfico, mi esposo dijo: -¡No mija!- Y yo abrí la bocota y dije: -vámonos para Leesburg- y mi esposo giró a la derecha tan fuerte que el carro casi quedó en dos ruedas, sacando a mi pobre hijo de su concentración en el celular y haciéndolo decir : ¡wao wao!
Comenzamos a transitar y a transitar hasta que empezamos a dar con todos los restaurantes absolutamente cerrados y con los estacionamientos totalmente vacíos, como que si se trataran de zonas en evacuación.
El GPS estaba lentísimo y mi esposo trataba de recordarse de un restaurante latino en el cual había estado hacía como unos quince años, y aunque se metió en varios Shopping Centers (Centros llenos de tiendas al aire libre), no dimos con el restaurante.
Mi hijo dijo que el creía que el tráfico para Washington no era tan malo y que se había movido y yo pensé, que quien me había mandado a abrir la bocota, porque ya nos habíamos retrocedido unas cuantas millas y traté de suavizar la atmósfera diciendo que acababa de comenzar la aventura del día de Thanksgiving en ese momento, y mi esposo dijo: - pues nos vamos para Leesburg-.
Mi hijo dijo, antes de otro giro del volante, que esto si era un poquitico “annoying” (irritante), estar manejando millas y millas para ver que encontrábamos. Nadie le respondió.
Nos enfilamos para Leesburg (15 minutos) y cuando llegamos a la calle principal del pueblo, mi esposo paró el carro abruptamente, y lo que contemplamos, mas parecía una fotografía que un pueblo; una calle larga y empinada totalmente inmóvil. Sin embargo, mi esposo le dio determinado al acelerador y se metió a la izquierda en el primer estacionamiento público que encontró y nos salimos del carro.
Comenzamos a caminar y enseguida vimos el restaurante Old Town. Un señor blanco, alto y muy bien vestido abrió la puerta cuando estábamos leyendo los precios del menú de Thanksgiving y nos invitó a entrar. ¿Qué mas podíamos esperar si habíamos dado con el lugar? Entramos.
Una larga mesa con los manjares de Thanksgiving en la entrada nos recibió y fuimos escoltados hacia el fondo, al lado de la chimenea y cuando todavía no nos habíamos terminado de sentar, apareció el chef del restaurante con una sonrisa de oreja a oreja como que si nos conociera de toda la vida diciéndonos: ¡Bienvenidos! ¿Les apetece una paella? Yo lo miré y le dije: ¿Usted es capaz de hacernos una paella? Y el Malagués me dijo: ¡Hombre! Por usted daría la vida. Nos encantó.
El hombre nos dio permiso para comer solo ensalada del menú para que no nos embasuráramos. Dijo que tendríamos que esperar una media hora, lo cual hicimos con gusto tomándonos unas cervezas españolas que también nos ofreció.
El olor a paella comenzó a invadir metro por metro el restaurante, y a la vez a penetrar en las memorias de Fermín y de la mía. Los recuerdos salieron a florecer uno tras uno, y nos fueron metiendo como en un túnel del tiempo, atrás fue quedando la comida de Thanksgiving, lo nuestro fue la gran paella con sus recuerdos en España, La Candelaria o adónde fuera.
La pasamos como nunca y mi esposo dijo que fue porque yo le gusté al señor quien lo único que suscitó fue la discusión de que si era de Málaga o era Argelino. Pero lo seguro fue que la paella se comió al pavo este noviembre.